Casi todo el Convento rezaba, y divididas en dos grupos y en dos turnos, unas cuidaban a la madre superiora y otras rezaban.
En su lecho de muerte y próxima ya a su muerte, las monjitas la animaban, pero se dieron cuenta de que estaba en sus últimas horas.
Quisieron alimentarla y que tomara leche calentita ya que no podía ingerir nada sólido, pero bebió un sorbo y no quiso más.
Una monjita se llevó el vaso de leche a la cocina y sacó de la alacena una botella de whisky que allí estaba desde hacía años y le añadió un buen chorro al vaso de leche.
Volvió al lecho de la superiora y le acercó el vaso de leche a la boca; la superiora probó un sorbito y, en un plis, se tomó el vaso entero.
Las monjitas pidieron a la madre superiora que les dijera unas sabias palabras para recordarlas para siempre antes de su próximo viaje y la madre superiora incorporándose con fatiga, y apuntando con su dedo índice hacia las monjitas les dijo.
"No vendan nunca esa vaca".
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