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lunes, 17 de junio de 2019

EL ORO DE LOS TRIGALES (PRIMERA PARTE), POR CARMEN RAVASSA LAO

Ilustraciones de la escritora y pintora Carmen Ravassa Lao - Pincha una sola vez en la imagen por si deseas ampliarla.
EL ORO DE LOS TRIGALES
— Papá, déjame ir en el puente de la Constitución a Abrucena con el abuelo, me ha dicho que ya ha labrado y quiero ayudarle a sembrar el trigo.

— Bueno, hijo, veo que las cosas del campo te gustan mucho.
— Sí, el abuelo me va contando cómo se cultiva y qué es lo que hay que hacer para tener una buena cosecha. Dice que cuando está removida la tierra, se esparce el grano y luego se vuelve a arar para taparlo y que no se lo coman los pájaros.
— Claro, Pepito, y cuando vienen las lluvias los granos de trigo se humedecen, se van pudriendo y de ellos salen las nuevas plantas, las espigas, que cada una tiene muchos más granos.
— ¿Entonces, papi, me vas a dejar ir? 
— Sí, hijo, sí. Me gusta que te interesen estas cosas y vayas conociendo el esfuerzo y el trabajo que cuesta sacar adelante la agricultura.
El chaval, loco de alegría le mandó a su abuelo un whatsapp diciéndole que estaría para la siembra del trigo. Y llegó el momento, Pepito con su talega colgada al hombro, en bandolera, iba a un metro lateral de distancia de su abuelo, desde un extremo al otro del gran rectángulo que estaba preparado, echando los granos de trigo sobre la tierra, con un movimiento cadencioso del brazo hacia derecha e izquierda, tal y como le habían enseñado. De rato en rato, el abuelo hacía que se pararan un momentito a descansar a la sombra de los tilos que había en la orilla del bancal, mientras bebían agua de un botijo que la hacía muy fresquita; al chaval esto le gustaba mucho, le había costado trabajo aprender a que el chorrito cayera directamente del pitorro a su boca sin que el agua cayese fuera, y a tragar a la misma velocidad que el agua salía del piporro; al principio se ponía chorreando, pero ahora que sabía, le encantaba hacerlo ya que se sentía como si fuese un hombre. 
A la hora de comer, después de haber sembrado tres bancales, se fueron al cortijo donde su abuela había preparado un guisillo de patatas con carne de cerdo que a él le gustaba mucho, hecho en la chimenea con leña y en cazuela de barro así, decía, que estaba más rico que el que hacía mamá en la placa eléctrica y en la olla de acero inoxidable. Después descansaron un rato antes de ponerse a la faena en otro bancal que había más grande, lindando con el último sembrado. Las tardes ya eran más cortas y querían terminar todavía con luz.
Mientras tanto, el abuelo Antonio le contaba cómo después de la siembra, entraba el invierno que con sus lluvias hacían germinar esos granos convirtiéndolos en un hermoso y dorado trigal. Pepito, entusiasmado, ya se veía inmerso en medio de esos trigales tan dorados, le pediría a papá que le comprara unas gafas oscuras para que el brillo de las espigas no le cegase los ojos, ya que le decía que se ponían tan brillantes como el sol.
Carmen Ravassa Lao

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