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viernes, 21 de junio de 2019

EL ORO DE LOS TRIGALES (QUINTA PARTE Y FINAL), POR CARMEN RAVASSA LAO

EL ORO DE LOS TRIGALES
El relato de la antología se había terminado cuando los costales de trigo quedaban depositados en los atrojes de las cámaras, pero lo alargaré un poquito más y esta última parte se la dedicaré a mi amiga #GenaraOchotorena y a mi amigo #HermenegildoGarcíaPino, porque están deseando comerse el pan calentito recién sacado del horno y también refrescarse con el gazpacho almeriense.
(5ª Parte)
La recolección se había terminado pero ahora se tenía que convertir el grano en harina, así que Antonio le comentó a su nieto que tenían que llevar un par de sacos al molino de Juan que estaba a la entrada del pueblo.

Una vez allí, el molinero le fue explicando a Pepito para qué servían todas las piezas que formaban el molino:
— Mira, ¿ves ese gran chorro de agua que cae por allí? Es el que hace que esta tremenda piedra cónica vaya girando sobre esta otra plana.
— ¡Qué bárbaro! Sí que tiene que caer fuerte para mover esta piedra tan pesada…—comentó el niño.
— Sí, y fíjate donde tu abuelo ha volcado el saco de trigo, ese depósito con forma de embudo se llama tolva, de ahí va cayendo poco a poco a la piedra plana para que al pasar la otra cónica por encima, vaya aplastando y triturando el grano hasta hacerlo polvo, esta es la harina que va deslizándose por esta ranura y va a caer dentro de una saca ajustada al otro extremo ¿lo ves?
— ¡¡¡Sí!!! —dijo el niño entusiasmado mientras contemplaba todo el proceso.
Una vez la harina envasada, Antonio cargó en el mulo una saca a cada costado y subió a Pepito encima de la caballería, mientras él llevaba el ronzal sujeto, andando de vuelta al cortijo.
Dos días después la abuela decidió hacer pan y llamó al nieto:
— Voy a amasar la harina para hacer pan ¿quieres ver cómo se hace?
—¡Pues claro, abuelita! quiero ver el final de esos granos de trigo que junto con el abuelo sembramos en octubre.
— Fíjate en este cajón que no tiene la parte de arriba y en cuyos extremos se encuentra una tabla, esto se llama artesa, y las tablas a los lados es para ir poniendo el pan que se va haciendo, la artesa ya no se suele usar porque normalmente lo hacen en fábricas y la gente lo compra en las panaderías, pero a los que nos gusta hacer las cosas con nuestras propias manos y tenemos los productos cultivados ecológicamente y cultivados por nosotros mismos, preferimos hacerlo y disfrutar aún antes de que las máquinas nos vayan relegando del todo.
— Abuela, yo también quiero hacer pan, déjame.
— Claro, hijo mío. Mira, primero lo amaso un poco antes y luego te dejo un trocito.
Con la harina hizo un montón dentro de la artesa y en la punta le ahuecó un hoyo, como si fuese un volcán, en él echó la medida de agua correspondiente a la cantidad de harina, y la sal. Empezó a mezclarlo todo y luego le unió un poquito de masa que tenía preparada desde el día anterior.
— ¿Eso qué es, abuela, no es masa también? 
— Sí, Pepito, este trocito de masa está ya un poquito agria por ser de ayer, se llama levadura, se tiene que mezclar a la nueva masa para que esta crezca y cuando se hornee quede el pan esponjoso y tierno.
Siguió amasando y cuando estaba casi terminada, cortó un trocito y se lo dio al niño para que también la trabajase él. El chaval tan contento, después de lavarse las manos se las enharinó y copió todo lo que su abuela iba haciendo. Llegó el momento de formar los panes, así que hizo una bola y la fue aplastando hasta darle la forma redonda y aplastada del pan, con un cuchillo le hizo unos cortes superficiales, según indicaciones de su abuela y quedaron todos listos para ser cocidos. 
Entre tanto, Antonio había metido troncos dentro del horno y les había prendido fuego para ir calentándolo. Una vez llegado al punto adecuado de temperatura, con una pala de mango largo, la abuela fue poniendo de uno en uno el pan sobre ella y metiéndolo en el horno, cuya boca fue después tapada. Pepito también había metido su panecillo y esperó impaciente a que se cociera.
Mientras que se iban haciendo y como estaban tan sofocados con el trabajo de amasar y la lumbre del horno, la abuelita invitó a su marido y al nieto a tomar un gazpacho fresquito, típico almeriense, que había preparado con anterioridad. Lo básico y fundamental para este caldo es que el agua esté muy, muy fresquita a la que se le añaden trocitos muy picaditos de pepino, tomate y cebolla dulce, aliñados con unas gotitas de aceite, un chorreoncito de vinagre y la sal correspondiente. Es un plato muy refrescante que se puede tomar a cualquier hora del día y también para acompañar a ciertas comidas algo secas.
Al terminar, la abuela introdujo la pala cargando en ella cada pieza que colocaba sobre una mesa que estaba al lado. El chiquillo jaleó cuando vio que sacaba su pan tan doradito y crujiente del que, para merendar, se comería unas rebanadas untadas con mantequilla y azúcar por encima, que tanto le gustaban. 
Y así disfrutó y aprendió aquel verano en casa de sus abuelos, todo el trabajo tan laborioso que había que hacer para que de un granito de trigo, luego pudiera comer él esas ricas, ricas, rebanadas de pan con mantequilla. Unas vivencias que se le quedarían grabadas en su mente para toda la vida.

FIN
Muchas gracias a todos los que habéis seguido este relato.
Carmen Ravassa Lao

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